El cuarto de los conjuros
estaba hecho un desastre, frascos por el suelo, ojos de tritón debajo de la
mesa, escamas de dragón mezcladas con pelos
de león, hojas de la planta del sueño al lado de la hierba de la risa, astillas del árbol de la verdad flotando en la pócima crecepelo. Vamos, un verdadero caos.
- Maldita sea, se me olvidó
cerrar la puerta. No me dará tiempo, no me dará tiempo- gritaba la pobre
Mariluja, mientras decidía por dónde comenzar a recoger.
En apenas una hora, el
consejo de brujas de zona, acudiría a su castillo para comprobar si era digna de
recibir la varita de bruja graduada.
Atrás quedaban los días de estudio memorizando
conjuros y las noches de prácticas y de cacerías, para lograr los ingredientes
mágicos que sus brebajes necesitaban.
- Maldita bruja Cuscuja,
¿por qué te haría caso?- se preguntaba Mariluja.
Su prima, la bruja Cuscuja, le había dicho que
necesitaba un toque gótico en su
vida para lograr que el comité la aceptase.
- Tienes que conseguir un gato
negro, toda bruja que se precie tiene uno- afirmó Cuscuja.
La pobre Mariluja, que lo que más deseaba en el mundo
era conseguir su varita, buscó y buscó hasta que un gato, negro como la noche
sin luna, encontró. Un pequeño cachorro de palas largas y mirada intensa, que
nada más llegar a casa se convirtió en su peor pesadilla.
Aquel ser desconocía lo que
eran los buenos modales y la educación. Corría por toda la casa, arañaba las
cortinas, descolocaba los armarios, se bebía sus pociones, dormía dentro de sus
gorros de bruja llenándolos de pelos y además, parecía no entender, o no querer
entender, las riñas de su dueña.
Mientras movía su escoba
voladora empujando los cristales rotos bajo la alfombra, en un intento por
disimular aquel desastre, Mariluja maldecía la ocurrencia de su prima y las
siete vidas de aquel gato, mientras, el felino, acostumbrado a los enojos de su
dueña, se acomodaba, cuan largo era, al lado de la ventana, dispuesto a
disfrutar de un baño de sol.
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